lunes, febrero 11, 2008

Una de perros

Crónicas Neuróticas
Rafael Pérez Gay
11 de febrero de 2008 en El Universal
No oyes ladrar al perro

Un día tuve que pagar rescate por un perro. Max Bebe Ocampo era un mini schnauser gris, elegante como pocos y guapo como ninguno. Casi no invitamos gente a la casa, pero cuando eso ocurría, al recibirlos yo les decía:

—Lo más fino y caro que hay en este hogar lo tenemos en la cochera.

Max vivía en el garage. Hasta donde pude interpretar su compleja y oscura psique, él deseaba con todo el corazón ser un perro callejero. Se escapaba de la casa cada vez que la puerta se quedaba entreabierta y a él le daba la gana. Su pasión ingobernable nos ocasionaba serios problemas pues cada vez que alguien tocaba el timbre había que encerrar al perro, o encerrarnos nosotros para que Max Bebe no huyera. Una vez una señora muy amable acabó con su aventura de libertades callejeras y nos lo devolvió después de dos horas incesantes de búsqueda en las calles de la colonia. Mis hijos, que entonces eran niños, lloraban porque Max se había perdido. Lágrimas de cocodrilo, Max nunca les importó un comino. La señora amable tocó el timbre, abrió la cajuela de su coche, sacó de ahí a Max y nos dijo en tono de reproche:

¿Lo encontré como a diez cuadras y por casualidad? La señora se sentía Josefa Ortiz de Domínguez, de hecho se parecía a doña Josefa.

Lo que la señora quería decirnos es que éramos unos descuidados y unos irresponsables. Desde luego lo reprendí. Le grité con un vozarrón de sargento que eso era inadmisible y lo mandé a su casa castigado. Fue la primera vez que pensé en Max Bebe Ocampo como un animal con serias alteraciones de la personalidad, un rebelde sin causa, un desadaptado, un egoísta al que no le importa hacer daño a los otros siempre y cuando satisfaga sus deseos. No pocas veces me vieron los vecinos persiguiendo a Max por los alrededores y llamándolo primero con frases comprensivas y luego con gritos desesperados para que volviera. Y de nuevo, castigado a su casa.

En ese tiempo, un olor extraño invadió la casa, sobre todo por la noche. Cuando nos acostábamos, mi mujer o yo decíamos:

¿Hueles eso?

Sí, qué será.

Yo sospechaba que la cosa tenía que ver con Max Bebe Ocampo. Durante días lo espié, lo seguí dentro de la casa hasta que descubrí, lleno de estupor, el origen de aquellos olores penetrantes. Después de purgar su condena en el garage por los intentos de fuga, Max entraba a la casa y lo primero que hacía era dirigirse a nuestro cuarto, subirse de un salto a la cama y orinarse en la colcha, a la altura de las almohadas. Ardió Troya. Cuando lo descubrí en flagrancia, lo tomé del lomo y le di en el hocico tres sopapos. Luego vino lo peor. Mi postura fue inamovible: el perro se va, además es un estúpido, nunca aprendió ninguna gracia. La oposición insistía en que le diéramos otra oportunidad. En esas estábamos cuando una mañana en que el barrendero recogía la basura, la luz de la calle penetró a través del umbral de la puerta y Max huyó. Lo fuimos a buscar en coche, yo al volante, mis hijos atrás con ojos de lince. Yo iba pensando: que no aparezca, que no aparezca. Y no apareció. Perfecto, pensé, se acabó el problema del perro egoísta. Los niños lloraron un poco, más lágrimas de cocodrilo, y se resignaron. Sonó el teléfono:

¿Ustedes son los Pérez? Yo tengo a su perrito, me dijo una voz corroída por la vida del arrabal. Si me da mil pesos, se lo devuelvo.

Max tenía en el collar una lámina con nuestro apellido y el número de teléfono de la casa. Amigos cercanos que nos quieren bien nos regañaron, que eso jamás debe hacerse, que era una invitación al asalto con violencia y al secuestro, pero qué barbaridad, en fin, yo los entiendo, en la Ciudad de México todos se transforman en algún momento en paranoicos irremediables. Le pedí una prueba de vida al secuestrador y él me la dio pues oí ladrar a Max Bebe. Le ofrecí quinientos pesos y él aceptó:

Estoy en la calle de Durango, en el camellón, frente al hospital. Es que mi mamá está enferma.

Cuando colgué el teléfono, mi mujer me dijo:

¡No vayas, puede ser una trampa! ¿De verdad estaba preocupada? Ya dije que la ciudad nos vuelve paranoides. Por favor, hazlo por tus hijos.

Desestimé los ruegos y fui por el perro. Para pagar el rescate, antes fui al cajero. Ahora me asaltan aquí y nos jodimos, pensé. Le dije al secuestrador que nada más había conseguido trescientos. Él los aceptó y antes de desaparecer me dijo:

Casi lo atropellaban.

Regresé a la casa con Max y me sentí feliz; luego me sentí un estúpido. Dos días después, Max Bebe Ocampo no pudo refrenar sus oscuros deseos. Nunca más lo volvimos a ver. Los niños lloraron y yo me sentí triste. Si ustedes han tenido alguna vez una relación neurótica, sabrán entenderme.

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