Siempre he pensado en las veces en las que convergen ciertos personajes en determinado tiempo y espacio. Esas lindas coincidencias son las que se nos aparecen repentinamente y se convierten en episodios memorables de nuestras vidas. Pero no se vayan, no se me vayan, este para nada es un post cursi ni azotado ni depresivo ni maniaco, empero, sí habla de los mística conjunción del continuo tiempo/espacio y sus agradables consecuencias.
Una de los hechos absolutos e incontrovertibles de mi vida como estudiante universitario fue la austeridad. Como cualquier digno estudiante, mis años en la universidad fueron de pobreza completa. Ah, no recuerdo tiempo más pleno y gozoso. Mis padres se esforzaron para que su hijito el mayorcito, como diría Germán Dehesa, pudiera aspirar a una vida digna estudiando en una de las universidades más caras de México. Como es natural, uno tenía que pasar ciertas privaciones a cambio del raro privilegio de asistir a esas aulas colmadas de niños mimados. Su hijo, en generosa respuesta decidió que no iba a dedicarse a nada de lo que estudió y acabó... bueno, esa es otra historia.
Pero bueno, antes de estudiar en esa otra universidad de colegiaturas exageradas. yo estudiaba en otra universidad que ¡era gratis! Así es, era gratis y sin embargo no recuerdo esos días como llenos de opulencia, lujos y excesos sino caracterizados por la misma frugalidad de mis años en la otra universidad, es por eso que me abrogo el derecho de contar con plena autoridad la siguiente historia que da cuenta de las que pasaba tratando de sobrevivir con escasos pesos en el bolsillo.
Estudiaba en la primera universidad, la gratuita, y pensar en ir a comer a mi casa era un caro anhelo, jamás me sería concedido el degustar los alimentos que amorosamente preparaba mi mamá y regresar a la escuela pues ésta quedaba muy muy muy lejos del domicilio familiar de aquella época ahora tan perdida en el tiempo.
Bajo las circunstancias, había que echar mano de la variada oferta gastronómica del área. Infinidad de platillos se ofrecían en los alrededores de la universidad para los que como yo, teníamos que comer por ahí. Conocí el amplio espectro de garnachas, cocinas económicas, tacos, comidas corridas, quesadillas, restaurantes vegetarianos, gorditas, barras de ensaladas, tortas, tacos de guisado, entradas, sopas, postres, sopes, you name it. Desde los premium hasta los más pobretones, comí en todos (o en casi todos, tengo mis límites).
Un día de esos, por circunstancias que no recuerdo (a ver si luego me ayudan a recordar), estábamos D y yo fuera del primer círculo de restaurantes, en un área ya un poco alejada y cuya oferta gastronómica nos era desconocida. El hambre apretaba y había que comer algo, la zona no nos presentaba muchas opciones y como dije, el presupuesto era limitado. Después de cavilarlo, nos encontramos frente a un puesto de quesadillas atendido por una venerable ancianita (qué lugar común) que con descuido lanzaba diversas figuras de masa sobre el burbujeante aceite.
Nos plantamos frente a su alta presencia para solicitarle sus amables servicios pero en respuesta, la anciana nos dio una mirada de desprecio. En este tiempo todavía no hacía mi característico gesto de sorpresa/indignación/repudio/incredulidad (ya saben cuál, el que le copié a Robert de Niro en la peli esa) pero no he juzgado momento más adecuado para hacerlo que ése. La viejecilla no parecía dispuesta a mitigar nuestra creciente hambre.
No obstante su manifiesto repudio, nos mantuvimos firmes y templados esperando que su eminencia nos obsequiara con alguno de sus suculentos platillos y nos atrevimos a hacer sendas peticiones. Creo que yo ordené una de chicharrón y una de papas con chorizo y D pidió una de hongos y una de queso, algo así. El chiste es que a la señora pues le hacíamos lo que el viento a Juárez, o sea, le venían guangos nuestros deseos y nuestro gesto desfalleciente y quién sabe si se le iba a antojar atendernos pues no decía ni sí ni no; un misterio insondable esa señora, no había ni cómo adivinar lo que pasaba por su loca cabecita blanca.
En ese momento ya era difícil tomar una decisión: si nos íbamos, quedábamos como unos cretinos que no pudieron defender sus derechos como consumidores, si nos íbamos y le mentábamos la madre, íbamos a quedar como unos mierdas por insultar a la rucailita, si nos quedábamos, quién sabe si a la malgenuida de la señora se le iba a pegar la fregada gana de atendernos, por dónde la viéramos, estábamos amolados, pues.
En esos momentos de terrible confusión y abrumados por la situación ocurrió lo impensable. Se dio la mística conjunción espacio/tiempo a la que me referí anteriormente.
Primero se sugirió un viento tranquilo, un leve silbido que alborotó los pelos de la trenza de la ruquis. Después, el airecillo tomó mayor fuerza y en unos segundos ya era un viento endemoniado. La señora tenía un hule que hacía las veces de pared y techo de su puesto pero ante el azote del viento, comenzó a convulsionar agresivamente (el hule, no la señora). La Chica Insen (tomo prestada esta denominación) se debatía entre mantenerse de pie y conservar su dignidad o ver caer su puesto ante la furia del viento.
Lo que siguió después fue bastante extraño. El puesto colapsó. Volando salieron los trastes con tinga, sesos, chicharrón prensado, flor de calabaza, hongos, papas. Los comensales huyeron despavoridos atragantándose sus quesadillas y con los platos de plástico de colores en la mano. Nosotros nos mantuvimos ahí un segundo justo para escuchar a la señora mascullar algunas maldiciones y moverse muy rápidamente, como en las películas de Los Polivoces cuando ponen a Naborita en cámara rápida. Movía los brazos como si nos la estuviera rayando pero no creo que nos la estuviera mentando a nosotros sino a los que se fueron sin pagar. O a lo mejor sí. No pudo con la humillación de ver su puesto por los suelos luego de haberse portado de manera tan jactanciosa y soberbia.
Total que acabamos en unas pizzas.
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