Regresé de mi viaje. No estuvo nada mal. Conocí a un costurero que sólo tiene un ojo y para el otro tiene que usar unos anteojos enormes con un insólito aumento. La sonrisa le sale de lo profundo del alma y muestra los dientes más chuecos que se hayan visto. Es una visión maravillosa. Como la de la mujer que maneja su bicicleta todos los días por el puente internacional y que sólo tiene un brazo. En algún momento, Dios los tocó con su índice y verlos es sentirlo entre nosotros.
Luego vi una lluvia apenas sugerida reflejada contra la luz amarilla y mortecina de una lámpara, mientras un barco con calderas gigantes cruzaba de un océano a otro y sentí ganas de llorar.
Este viaje tuvo por lo menos tres momentos poéticos.
El otro no lo voy a contar.
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